El Ratón
El Ratón
Tomás Setién Fernández
Parecía un lugar de mala muerte, o cabaret más ínfimo que los mismísimos que Juanito Orol idealizó dentro de sus películas históricas como el "Shangai", en donde Rosa Carmina, diosa cubana de excelsas y largas piernas de ébano, terminaba adquiriendo a chaleco el acta de nacimiento de algún lugar cercano a la Muralla China por culpa de esos argumentos calenturientos hasta decir basta.A unas cuadras, dos, para ser más exactos, de la antigua central de autobuses ADO de la ciudad de México allá por las calles de Edison, situado en una esquina, aparecía el nigth-club El Ratón, un pequeño sitio en donde por lo general en los años setentas la carne en exhibición era ya pasada en años, rancia, y sobre todo decadente y sin pizca alguna de siquiera algún atributo físico o belleza de las que portaban, eso sí, trajes corrientes de color negro, pero capaces de cubrir hasta el tobillo a sus poseedoras-pecadoras .Al lado de un estupendo amigo que radicaba en la ciudad de los ángeles, la de Puebla, se agotaba el tiempo que faltaba para abordar el autobús de las once y media de la noche los viernes tomando una copa o cerveza, e intentando bailar, o siquiera charlar con esas damas ya tan entradas en años y sobre todo en penas, dolores, angustias y sinsabores que a veces terminaba uno llorando codo a codo con ellas.De todas hubo una que siempre nos llamó poderosamente la atención, y hasta la fecha la seguimos recordando, sobre todo cuando escuchamos dentro del fonógrafo del recuerdo alguna canción recitada por el bigote que canta, Don Bienvenido Granda.De mirada triste y lánguida, Chuchita, no aquella mujer cándida que la bolsearon camino del mercado, sino la poseedora de la mejor mesa de El Ratón, terminaba suplicando luego de invitar la copa, un poco de comprensión, y sobre todo de tiempo para establecer una charla oscilante en la media hora, parte en la cual dentro de muchas sesiones de cero reventones nos contaría parte de su sin chiste existencia, en donde era fácil adivinar que antes de cumplir los quince años ya deambulaba por la calle con un hijo en brazos, sacada a palos del hogar y obligada a vender sus caricias por calles, avenidas y ciudades distintas.A sus casi setenta años confesados, Chucha soportaba la carga pesada de la soledad y sobre todo del desamor, sin saber siquiera en qué lugar se encontraba su hija o si simplemente vivía o ya habia muerto.Su peroyata cesó cuando la mesa principal de El Ratón la ocupó otra "anciana" de la noche, que requirió presencias masculinas, no para abrir la puerta de un cuarto de hotel de quinta categoría, sino para ser simplemente escuchada por lo que le faltaba de tiempo para trocar la sede cabaretil con el ascenso hacia regiones menos contaminadas.La demolición de El Ratón en aras del progreso, cortaría de tajo aquellas palabras casi de medianoche llevadas de allá para acá por el propio viento ya suave y simple de la vida, frases que vuelven a resonar en los oídos detrás de los clamores de los juglares de la Matancera, retomando el sendero de las almas perdidas en mitad de la noche.
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